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�ndex catal�      julio - agosto 2006   n� 54
Las Sublevaciones
�ngel Olgoso

 

Espacio

Escrib� un relato de tres l�neas y en la vastedad de su espacio vivieron c�modos un elefante de los matorrales, varias pir�mides, un grupo de ballenas azules con su oc�ano frecuentado por los albatros y los huracanes, y un agujero negro devorador de galaxias.

Escrib� una novela de trescientas p�ginas y no cab�a ni un alfiler, todo se hacinaba en aquella s�rdida ratonera, hab�a codazos y campos minados, multitudes errantes que mor�an y volv�an a nacer, cargamentos extraviados, hechos que se enroscaban y desenroscaban como una tenia infinita, los temas eran desangrados a conciencia en busca de la �ltima gota, no prosperaba el aire fresco, se suced�an peligrosas estampidas formadas por miles de detalles intrascendentes, el piso de este caos ubicuo y sofocador estaba cubierto con el aserr�n de los mismos pensamientos molidos una y otra vez, los �rboles eran geneal�gicos, los lugares, comunes, y las palabras pesados balines de plomo que se amontonaban implacablemente sobre el lector ag�nico hasta enterrarlo.

 

Caballeros de los puentes

El lunes pagu� a una prostituta para que pisoteara en mi presencia dos docenas de ostras abiertas con sus zapatos de tac�n alto, que lam� a continuaci�n.

El martes pagu� a otra, casi una ni�a, para que me masturbara con esti�rcol fresco de caballo entre los dedos.

El mi�rcoles alquil� a una nueva para que me vistiera y maquillara de mujer mientras yo enjabonaba y rasuraba el rostro de la joven.

El jueves promet� una elevada cantidad a dos prostitutas para que me siguieran por los callejones con el fin de defecar luego en sus bocas.

El viernes cloroformic� a una prostituta entrada en a�os y le coloqu� sanguijuelas en la vagina hasta que �stas se saciaron.

El s�bado me negu� a pagar a la prostituta alquilada tras azotarla con varillas extra�das de un paraguas, aduciendo el desagrado que me produjeron sus inoportunos gritos.

El domingo dorm� casi todo el d�a, bes� a mi esposa, a mis hijas, a las doncellas de mi esposa y a la institutriz de mis hijas, pase� durante una hora por el parque con el confesor de la familia y cen� despu�s op�paramente en Casa Beristain, en compa��a de los dem�s magistrados. Todos bebimos vino de peptona, el mejor confortativo de los debilitados, restablecedor de las fuerzas y del apetito.

 

El papel

Encuentro en mi portal un papel que alguien ha roto en varios trozos. Est� escrito a mano con letra diminuta: parece la enumeraci�n de algo, una lista o quiz� instrucciones, se trata en cualquier caso de una serie ordenada de p�rrafos. No hay en el mundo otro corrosivo equiparable al de la curiosidad. Intento recomponer los pedazos pero no encajan de ninguna manera. De pronto, aunque es mediod�a, cae la noche. Me asomo a la ventana y veo la luna. Tras unos instantes, sale de nuevo el sol de junio pero comienza a nevar. Regreso ante el papel y, alarmado por la contemplaci�n de tales arbitrariedades, busco atropelladamente otras combinaciones. Ni los bordes ni las l�neas se corresponden. Afuera, las aves chillan enloquecidas mientras abandonan el pueblo en bandadas, unos leones rugen al arrimo de la sacrist�a, todos compiten con el disonante aullido de la tramontana, sobrepujada a su vez por el canto de las arenas que trae el sim�n de alg�n desierto. Se suceden los eclipses y las lluvias de sapos. Temblando, sin respiraci�n, muevo una y otra vez los fragmentos, me esfuerzo desesperadamente en unir cada filo serrado, cada arista, cada rebaba del papel, como si con ello pudiera remendar derroteros incomprensibles o, al menos, mi propia confusi�n. En vano doblo y aliso irregularidades para hacer coincidir los trozos. Un tren recorre las estrechas calles desprovistas de ra�les. Las olas de un mar desconocido suben por el valle, por los caminos de herradura, por los huertos en terraza, hasta batir contra las casitas de este pueblo monta��s, y las guijas de sus playas ruedan inclementes sobre nuestros tejados de pizarra y nuestros patinillos. Hace a�os que soy viudo y, sin embargo, reconozco a mi esposa en esa figura que camina hacia m� con una sonrisa de desconcierto.

 

El lamento del dinosaurio

A ese hombre le atormentaba el conocimiento incompleto del mundo, la ausencia de datos minuciosos sobre la gente y las cosas que lo rodeaban, la difusa inexactitud de sus fragmentos, la imposible concreci�n de su propio espacio y tiempo, las lagunas del inventario.

Cuando una noche fue apu�alado por un ladr�n en plena calle, sus ojos se cerraron solos, pero �l se obstin� y decidi� no morir verdaderamente hasta saber el nombre y la edad de su asesino, si naci� en este barrio o estaba de paso, si cojeaba un poco al andar, si miraba a todas las mujeres con avidez, si llevaba un dedil de goma sobre un dedo aplastado en un atraco anterior, si se limitaba a acomodar su conciencia a cada ocasi�n, si era un superviviente o un desahuciado, si en los minutos previos al ataque acech� desafiante, atirantado por el nerviosismo o con un nudo en la garganta, si durante el trance hab�a experimentado odio, temor, placer, desaz�n o indiferencia, si deb�a sustentar a una familia infinita o viv�a s�lo y al menos lo esperaba en su cuchitril un gato, si �ste era callejero, cruzado, himalayan, abisinio o cartujo, si el arma fue una navaja cabritera o de resorte, una daga o un escalpelo, un cuchillo trinchante o de pescado, si a la hoja se le dio forma mediante soldadura, batido, recocido, fundici�n o torneado, si era acero al carbono, de baja aleaci�n o inoxidable, si la sangre de su herida manaba, goteaba o burbujeaba, si la pu�alada desgarr� el peritoneo o el duodeno, el �leon o el yeyuno, el colon ascendente o el descendente, si hubiera podido cauterizar el corte de tener a mano genciana, flor del tojo, mirtilo, menta piperita o la digital purp�rea, si a �l lo encontrar�a tendido y desangrado un polic�a ocasional, un transe�nte madrugador, el servicio de limpieza o el de recogida de basura…

� �ngel Olgoso 2006

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Carn�: �ngel Olgoso (C�llar Vega, Granada, 1961) es autor de los libros de relatos Los d�as subterr�neos, La h�lice entre los sargazos, Nubes de piedra, Granada, a�o 2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo y El vuelo del p�jaro elefante. Entre sus galardones cabe destacar el Premio de la Feria del Libro de Almer�a, el Certamen de Literatura Er�tica "Gruta de las Maravillas", el Premio Caja Espa�a de Libros de Cuentos, el Premio Internacional de Cuentos Ilustrados, el Premio Clar�n de relatos convocado por la Asociaci�n de Escritores y Artistas Espa�oles y el Certamen de Cuento Marco Fabio Quintiliano. Ha sido finalista del Certamen Gustavo Adolfo B�cquer de la Junta de Andaluc�a, del Premio de Relatos Alfonso Grosso, del Premio NH de Relatos y del Concurso de Relatos Ciudad de Zaragoza. Relatos suyos se han incluido en Peque�as resistencias. Antolog�a del nuevo cuento espa�ol (Ed. P�ginas de Espuma), Cuentos del alambre. Antolog�a de nuevos cuentistas granadinos (Ed. Traspi�s), Noche de Relatos (NH Hoteles), Grandes minicuentos fant�sticos (Ed. Alfaguara) y en Ciempi�s. Los microrrelatos de Quimera (Ed. Montesinos). Ha sido traducido al ingl�s y al alem�n. Para m�s informaci�n del autor y su obra visitar: www.es.wikipedia.org/wiki/�ngel_Olgoso

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